Faltan cinco minutos. ¡Vamos, deprisa! El cansancio oprime mi cerebro. Necesito llegar a casa. No puedo perder el autobús. Sería un suplicio tener que esperar hasta el siguiente. Hoy no. Precisamente hoy no... Es la última parada de metro. República Argentina y Avenida América. No hay fallo. No voy a mirar el reloj. Llego, lo sé. Tengo que llegar... ¿Por qué estamos parados tanto tiempo? Apenas unos centímetros me separan de la estación... ¡Bien! Sonó el pitido. Al fin se cierran las puertas...¡Cuánta gente va hoy en el vagón! Sería terrible padecer claustrofobia... Al menos aquí... Ya estoy, ya estoy... Tocará correr hacia el intercambiador... Vamos... ¡Qué fatiga! Y las escaleras mecánicas no funcionan... Toca correr literalmente... ¡Perdón! (Odio chocarme con la gente... a veces mi cuerpo es vapuleado hasta cinco veces en menos de diez metros...) ¡El autobús! ¡Aún está ahí! Llego, llego... Buf...
Todos los días sale a las ocho de trabajar. Es puntual para entrar. También para salir. Y más hoy que hay partido. Hasta que llegue a casa tocará peregrinar por varias líneas de metro. Línea 10 hasta Gregorio Marañón. Linea 7 hasta Avenida América. Este transbordo es el peor. No por la distancia entre ambos andenes, sino por el tiempo de espera. Nunca falla. Nunca será inferior a 5 minutos. Espera que hoy solo sean cinco. Hay partido. Le gustaría llegar a la primera parte. Podría decirse que camina con los ojos cerrados soñando con los minutos de espera. Confía en que sean cinco... Tiene cierto recelo en mirar al marcador que indica el tiempo de espera. Alza la cabeza... ¡NOO! ¿10 minutos? Es un hombre tranquilo. Pero estalla a pie de anden. Transmite su indignación a la joven de al lado que asiente con la cabeza. No, no es suficiente. Necesita alguien que le ayude a descargar su impotencia. Mira al lado izquierdo. Un hombre mayor le mira con pena. Comienzan a entablar una conversación sobre el Metro de Madrid. La charla pasa por la época de Franco y finaliza con el Real Madrid de Bernabéu. Se abren las puertas. Llegó el metro. El hombre tranquilo entra apaciguado. El hombre mayor entra sonriente. El reloj marca 0 minutos.
Suena el despertador. Sonríe. Sabe que le tocará "poner las calles" un día más -como le comenta siempre una amiga-. Sabe que asistirá a un nuevo amanecer. Observará como se apagan las luces de las farolas. Es demasiado pronto. Pero sonríe. Tiene ganas de llegar al metro. Le espera un largo viejo a los pies de Madrid. Pero sonríe. El viaje es el de todos los días. En cambio su sonrisa está más acentuada de lo normal. Se viste. Desayuna. Sale de casa. Compra el periódico. -El nerviosismo se apodera de ella-. Se introduce en el metro. Baja las escaleras. Llega al andén. Inquieta, extremadamente inquieta. Espera la llegada del metro como un niño espera la visita de Papá Noel. Sabe que se podrá sentar en el vagón. Tiembla el suelo. Se ve la máquina a lo lejos. Se acerca... Se abren las puertas. Se sienta. ¡Al fin! Abre su bolso y saca su tesoro. Hoy estrena libro de lectura. Una nueva historia entre sus manos. Una nueva vida que hacer propia. Un nuevo mundo por descubrir. Hoy está de estreno. Toca soñar. Se cierran las puertas. Comienza su viaje a otra realidad.
Una extraña. De esta manera se define a los cinco minutos de viaje. Es el mismo recorrido de todos los días. Ciertamente, bien podría ser el mismo autobús. Pero no es la hora de siempre. Ella pertenece al grupo de las 9.30. Hoy tuvo que coger el -del grupo- de las 8.00. No son las caras de siempre. Pero ellos no son los extraños. Es ella. Lo sabe. No están las dos mujeres que siempre comentan la cena de ayer y la prevista para hoy. No está aquel señor con gafas que chasquea sus dedos cada mañana. Tampoco encuentra a la joven que bosteza puntualmente cada cinco segundos. ¿Y el chico de ojos azules? No, tampoco... Ni la mujer de labios enfermizamente rojos o la chica de mirada triste. Ni el hombre que agarra el cinturón del autobús con fuerza o la estudiante que tiene una carpeta para cada día de la semana. No están. No son su grupo. No es su hora. La extraña en el bus de las 8.00 es ella. No recordarán su cara. El grupo sabe que no volverá más. O al menos no cada mañana como hacen el resto. Por eso la miran con recelo. Por eso le trasladan su indeferencia. No es uno de los suyos. Lo sabe. Lo saben. Es la ley del autobús.
Me gusta. Ciertamente me gusta. Aunque este no sea mi turno, me gusta.
ResponderEliminarPor un momento me he visto corriendo para alcanzar el autobús, i a punto de ver otro amanecer sobre ruedas, i como esa extraña en un horario diferente.
ResponderEliminarEsto me gusta.
Os sigo :)
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