En la primavera soy débil. Su inestabilidad temporal hace que mi equilibrio emocional sucumba. El torbellino de aromas, colores y cambios de temperatura me acaba arrastrando hacía lo más profundo de mi fuero interno enfrentándome con mis filias, fobias y temores. Por eso odio esta estación, porque con su cambio de ritmo se desplega ante mí un manual de dudas sin resolver. Porque en primavera me siento desnuda y desangelada en medio de la noche. Solo por eso... te odio, un año más. Y ya van 24...
A lo largo de nuestra vida aparecen numerosos interrogantes en nuestro camino. Muchos de ellos los derrumbamos sin apenas quererlo. Otros se esfuman con el tiempo. Algunos permanecen durante un periodo determinado -realmente, el que nosotros deseamos-. Pero ciertamente, hay algunos que por más que nos empeñemos nunca no serán desvelados. Sí. Estos son los peores. Los que nos hacemos a nosotros mismos.
Sigo sin entender por qué reniego de los números pares en todas sus vertientes, mientras que adoro los impares en todas sus formas ¿Manía? Sigo sin comprender por qué odio la Navidad. Que yo recuerde ningún reno de Papá Noel, Rey Mago o incluso el mismísimo Niño Jesús me han hecho nada hasta la fecha. Pero aquí llega mi odio más inexplicable. Mi repulsa hacia la primavera.
A una servidora dicha estación no la altera la sangre, hace que me hierva. Llega el 21 de marzo y por más que evite el calendario sé que el olor a flores frescas intenta atraparme. Ocurre lo mismo con los domingos. Es el único día de la semana que no pasa desapercibido. Los domingos, uno se levanta y sabe en qué punto de la semana se encuentra. Esto no ocurre un miércoles o un martes. Solo los domingos.
Pero, volvamos a mi estación predilecta. Situémonos en febrero. Algo en mí comienza a barruntar la llegada de la primavera, mejor dicho, a temer. No cambia nada que el tiempo no acompañe como ocurre este año. Podríamos pensar que estamos en invierno...pero, no. Es primavera. Intento evitar el calendario. Trato de poner la mejor de mis sonrisas cada día ante su llegada. Me preparo, simplemente, para que no me pille desprevenida. Pero, siempre me acaba derrumbando.
¿Por qué? Tal vez porque en primavera siento que debo salir a la calle corriendo y disfrutar del entorno que me rodea. Porque me siento obligada a ser feliz por los días de sol y buen tiempo que se avecinan. Porque tengo que sonreír al ver como la gente -generalmente parejas- disfrutan tirándose en el césped más cercano. Porque debo agradecer que los días sean más largos. Porque, porque... ¡no! Esto no se lo debemos a una estación. ¡no!
No disfruto teniendo más horas de luz porque soy un animal nocturno. No quiero disfrutar del entorno que me rodea porque no llueve. Es más, disfruto mojándome bajo una tormenta invernal. No disfruto observando a parejas besuconas en los parques. No me agita el corazón un sol más constante. Nací en otoño y a dicha estación le debo mi llegada al mundo.
Amo el naranja otoñal. Adoro el gris invernal. Admiro el amarillo estival. Pero reniego del lila primavera.
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