Tarde soleada y primaveral en la Plaza Mayor de Madrid. Disfruto de un café en una de las clásicas terrazas del enclave con mis familiares. Llama mi atención la niña de la mesa de al lado. Es pelirroja, blanquita y con pecas. Igualita que Pipi Calzaslargas, vaya. Aunque no es sueca como el personaje de Astrid Lindgren, sino francesa. “Pipi” está degustando una enorme napolitana rodeada de otros dos niños y un bebé -presumiblemente sus hermanos- y dos adultos -supuestamente sus padres-. Tras finalizar su bollo, se dirige al bebé mientras sus progenitores piden a un paseante que les haga una foto. En cuestión de segundos se suceden los hechos: la pelirroja va a coger al bebé, pero éste resbala, cae al suelo y golpea con fuerza su diminuta cabeza contra las baldosas de piedra de la plaza. El bebé llora. La niña no da crédito a lo acontecido y su gesto denota un pavor digno de un adulto. El llanto del bebé se debe al golpe. El de ella por lo que ha causado involuntariamente y el dolor de su hermano.
¿A qué viene todo esto?
¿A qué viene todo esto?
Viene a que en la vida sucede lo mismo a gran escala y la mayor de todas es la de los sentimientos humanos. Siempre hay una víctima y un verdugo. Ya sea ante una ruptura amorosa o cualquier doloroso contratiempo. No hay medias tintas. En materia de la “patata” jamás las ha habido, ni las habrá. Pero “Pipi” no es ni mucho menos una verduga, sino una víctima de sus actos involuntarios como su hermano. En muchas ocasiones, tampoco lo es la persona que decide romper una relación, la que firma un despido, la que hace las maletas y se marcha, el que opta por salir de casa en vez de encerrarse en ella. A la hora de sentir cada uno lo hace a su manera. A la de sufrir, también.
Pd: He de decir que la madre acalló con rapidez el llanto del bebé aunque no pudo hacer lo mismo con su chichón. “Pipi” pasó unos cuantos minutos más con la mandíbula desencajada y gesto asustadizo.
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