Se despertó sobresaltada. Una vez más, su primer minuto del día iba dedicado a los ecos de una pesadilla. Su desayuno era una tostada bañada en lagunas etílicas, y un café con sabor a resaca de domingo estival. Su primer paso tras bajar de la cama, lo hizo apoyando todo el peso de su dolorido cuerpo en el pie izquierdo. Sus primeras palabras se tornaron en susurros ahogados en llanto tras ver su rostro en el espejo. Las primeras imágenes grabadas en su retina fueron las fotos con forma de daga esparcidas por el suelo de su dormitorio con los rostros de aquellos a los que antaño había querido. De todos aquellos que ya no reconocía.
Al despertar, siempre se prometía que ese sería el primer día del resto de su vida. Al acostarse, siempre rezaba para dormir eternamente y no amanecer nunca más.
Pero aquel 13 de septiembre fue direrente. Se acabaron las promesas imposibles nacidas con el único fin de ser profanadas al caer el sol. Salió a la calle vestida de ella misma o de algo parecido a un ser humano. Olvidó voluntariamente la coraza color púrpura, que hacía las veces de abrigo cada mañana. Abandonó los tacones de punta afilada y sonido hermético en el vestidor. Tiró a la basura el colorete que bañaba sus mejillas de otoño y la sombra de ojos que teñía sus párpados de oscuridad. Tomó el ascensor.
Descendio desde el intermitente y frío purgatorio que era su piso, hasta el infierno de asfalto y contradicciones que era la gran ciudad. Caminó sin rumbo con más sentido de la orientación que nunca. Saludaba a la gente con la sonrisa más cruel y triste que jamás haya existido. Su ritmo estaba marcado por la prisa para llegar a tiempo a ninguna parte. Al llegar la noche, paró.
Encendió un cigarrillo caducado y desteñido por el humo del anterior. Dió un largo y doloroso trago a su petaca de wodka para aumentar su sed. Escribió en su libreta el pensamiento más razonable e ilegible de los que en mucho tiempo había anotado. Midió detenidamente el transcurrir del tiempo a través de las manecillas de su reloj sin pila. Y esperó.
Comenzó a avisar el sol de su llegada con destellos afilados y rayos sombríos. En ese mismo instante, por primera vez ella lloraba rabiosa de alegría después de mucho tiempo, orgullosa del dolor inmenso y punzante que la azotaba con cada nueva ráfaga de luz. Su rostro era un remanente de paz que emanaba las más profundas penurias de su interior con un solo vistazo. Su pulso era el más acelerado y lleno de vida de aquel que está a punto de perderla. Se lanzó al mar.
Con cada golpe de las olas se iban todas las promesas creadas para no ser cumplidas. Con cada trago de agua se marchaban las imágenes de todos aquellos que no debía haber querido. Con su última exhalación se borraron todos los días del resto de una vida que nunca quisó ser creada.
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