miércoles, 31 de marzo de 2010

Llegan Vientos de Tormenta... Huele a Primavera


En la primavera soy débil. Su inestabilidad temporal hace que mi equilibrio emocional sucumba. El torbellino de aromas, colores y cambios de temperatura me acaba arrastrando hacía lo más profundo de mi fuero interno enfrentándome con mis filias, fobias y temores. Por eso odio esta estación, porque con su cambio de ritmo se desplega ante mí un manual de dudas sin resolver. Porque en primavera me siento desnuda y desangelada en medio de la noche. Solo por eso... te odio, un año más. Y ya van 24...


A lo largo de nuestra vida aparecen numerosos interrogantes en nuestro camino. Muchos de ellos los derrumbamos sin apenas quererlo. Otros se esfuman con el tiempo. Algunos permanecen durante un periodo determinado -realmente, el que nosotros deseamos-. Pero ciertamente, hay algunos que por más que nos empeñemos nunca no serán desvelados. Sí. Estos son los peores. Los que nos hacemos a nosotros mismos.

Sigo sin entender por qué reniego de los números pares en todas sus vertientes, mientras que adoro los impares en todas sus formas ¿Manía? Sigo sin comprender por qué odio la Navidad. Que yo recuerde ningún reno de Papá Noel, Rey Mago o incluso el mismísimo Niño Jesús me han hecho nada hasta la fecha. Pero aquí llega mi odio más inexplicable. Mi repulsa hacia la primavera.

A una servidora dicha estación no la altera la sangre, hace que me hierva. Llega el 21 de marzo y por más que evite el calendario sé que el olor a flores frescas intenta atraparme. Ocurre lo mismo con los domingos. Es el único día de la semana que no pasa desapercibido. Los domingos, uno se levanta y sabe en qué punto de la semana se encuentra. Esto no ocurre un miércoles o un martes. Solo los domingos.

Pero, volvamos a mi estación predilecta. Situémonos en febrero. Algo en mí comienza a barruntar la llegada de la primavera, mejor dicho, a temer. No cambia nada que el tiempo no acompañe como ocurre este año. Podríamos pensar que estamos en invierno...pero, no. Es primavera. Intento evitar el calendario. Trato de poner la mejor de mis sonrisas cada día ante su llegada. Me preparo, simplemente, para que no me pille desprevenida. Pero, siempre me acaba derrumbando.

¿Por qué? Tal vez porque en primavera siento que debo salir a la calle corriendo y disfrutar del entorno que me rodea. Porque me siento obligada a ser feliz por los días de sol y buen tiempo que se avecinan. Porque tengo que sonreír al ver como la gente -generalmente parejas- disfrutan tirándose en el césped más cercano. Porque debo agradecer que los días sean más largos. Porque, porque... ¡no! Esto no se lo debemos a una estación. ¡no!

No disfruto teniendo más horas de luz porque soy un animal nocturno. No quiero disfrutar del entorno que me rodea porque no llueve. Es más, disfruto mojándome bajo una tormenta invernal. No disfruto observando a parejas besuconas en los parques. No me agita el corazón un sol más constante. Nací en otoño y a dicha estación le debo mi llegada al mundo.

Amo el naranja otoñal. Adoro el gris invernal. Admiro el amarillo estival. Pero reniego del lila primavera.

viernes, 26 de marzo de 2010

Iniciación Al Poker


No se atreve a apostarlo todo aunque tiene de nuevo las mejores cartas.

Ya ganó una vez. Todavía lo recuerda. Aquella noche estaban los mejores. fue demasiado facil.

Jugó porque si perdía no perdía tanto. Ahora, en cambio, todo parece diferente, con el bolsillo lleno de monedas no se vuela tan alto. Millonario, pero todavía jugador amateur, todavía huele a farol la escalera que tiene entre las manos.

Esta noche no es su noche, la mesa está llena de millonarios y de principiantes.

Ahora lo sabe, fue solo un golpe de suerte. Quien se fía solo de la suerte, en realidad, no se fía tanto. Las cartas sobre la mesa. No ha perdido mucho pero, una noche más, hubiera ganado.

martes, 9 de marzo de 2010

Quiero ser como "El Nota"


La gala de los Oscar del pasado domingo no destacará por ser diferente al resto. Fue como casi todas: previsible. La mayor parte de estatuillas doradas ya tenían dueño antes de la ceremonia. Las quinielas volvieron a acertar -podría ocurrir lo mismo con las de fútbol-. Todos los pronósticos se cumplieron y el duelo "ficticio -morbo" entre Avatar de James Cameron y En tierra hóstil de su ex mujer Kathryn Bigelow, no lo era ni para ellos, ya que el director de Titanic celebró los premios de su ex con más ilusión que los propios. La explicación es sencilla, los Oscar dan prestigio, sí, pero el dinero lo da la taquilla... y de papeles verdes ya ha llenado sus arcas el canadiense, y de Oscar, dicho sea de paso, también...aunque no con sus seres animados, sino con el trasatlántico más conocido de la historia. Y Bigelow, sí, se llevará la satisfacción de ser la primera mujer en ganar este premio, pero su tierra hostil, seguirá siendo poco fértil en taquilla...como hasta ahora.


De la gala... no mucho más. Meryl Streep volvió a llenar la pantalla con su amplia y cálida sonrisa a pesar de no llevarse el premio, pero no importa, sigue siendo la eterna nominada y eso ya es mucho. ¿Nadie la hace sombra? -pensará...-. En cambio el premio se lo llevó Sandra Bullock, sí, la que un día antes fue galardonada con los anti-oscar en la cateogría de peor actriz...cosas de Hollywood.


Penélope sabía que no era su año y decidió disfrutar de la gala y de su novio macho ibércio -entiéndase, Bardem-. Ben Stiller volvió a "hacer de payaso" para suerte de todos. Steve Martin y Baldwin hicieron una conducción de la gala digna, aunque permítanme que me quede con Buenafuente en los Goya. Campanella desbancó al gran Haneke en la categoría de mejor película extranjera. Tarantino y sus Malditos Bastardos pasaron con más pena que gloria por el Teatro Kodak. Y Jeff Bridges....sí, siempre nos quedará "El Nota".


El carismático personaje de El Gran Leboswki de los Coen se llevó un merecidísimo Oscar a mejor actor y tal vez a su carrera profesional. Yo me alegro, porque a pesar de la poca capacidad de sorpresa de la meca del cine, siempre nos quedará gente como él, como Bridges, como "El Nota".

jueves, 4 de marzo de 2010

Historias Mundanas


Faltan cinco minutos. ¡Vamos, deprisa! El cansancio oprime mi cerebro. Necesito llegar a casa. No puedo perder el autobús. Sería un suplicio tener que esperar hasta el siguiente. Hoy no. Precisamente hoy no... Es la última parada de metro. República Argentina y Avenida América. No hay fallo. No voy a mirar el reloj. Llego, lo sé. Tengo que llegar... ¿Por qué estamos parados tanto tiempo? Apenas unos centímetros me separan de la estación... ¡Bien! Sonó el pitido. Al fin se cierran las puertas...¡Cuánta gente va hoy en el vagón! Sería terrible padecer claustrofobia... Al menos aquí... Ya estoy, ya estoy... Tocará correr hacia el intercambiador... Vamos... ¡Qué fatiga! Y las escaleras mecánicas no funcionan... Toca correr literalmente... ¡Perdón! (Odio chocarme con la gente... a veces mi cuerpo es vapuleado hasta cinco veces en menos de diez metros...) ¡El autobús! ¡Aún está ahí! Llego, llego... Buf...


Todos los días sale a las ocho de trabajar. Es puntual para entrar. También para salir. Y más hoy que hay partido. Hasta que llegue a casa tocará peregrinar por varias líneas de metro. Línea 10 hasta Gregorio Marañón. Linea 7 hasta Avenida América. Este transbordo es el peor. No por la distancia entre ambos andenes, sino por el tiempo de espera. Nunca falla. Nunca será inferior a 5 minutos. Espera que hoy solo sean cinco. Hay partido. Le gustaría llegar a la primera parte. Podría decirse que camina con los ojos cerrados soñando con los minutos de espera. Confía en que sean cinco... Tiene cierto recelo en mirar al marcador que indica el tiempo de espera. Alza la cabeza... ¡NOO! ¿10 minutos? Es un hombre tranquilo. Pero estalla a pie de anden. Transmite su indignación a la joven de al lado que asiente con la cabeza. No, no es suficiente. Necesita alguien que le ayude a descargar su impotencia. Mira al lado izquierdo. Un hombre mayor le mira con pena. Comienzan a entablar una conversación sobre el Metro de Madrid. La charla pasa por la época de Franco y finaliza con el Real Madrid de Bernabéu. Se abren las puertas. Llegó el metro. El hombre tranquilo entra apaciguado. El hombre mayor entra sonriente. El reloj marca 0 minutos.


Suena el despertador. Sonríe. Sabe que le tocará "poner las calles" un día más -como le comenta siempre una amiga-. Sabe que asistirá a un nuevo amanecer. Observará como se apagan las luces de las farolas. Es demasiado pronto. Pero sonríe. Tiene ganas de llegar al metro. Le espera un largo viejo a los pies de Madrid. Pero sonríe. El viaje es el de todos los días. En cambio su sonrisa está más acentuada de lo normal. Se viste. Desayuna. Sale de casa. Compra el periódico. -El nerviosismo se apodera de ella-. Se introduce en el metro. Baja las escaleras. Llega al andén. Inquieta, extremadamente inquieta. Espera la llegada del metro como un niño espera la visita de Papá Noel. Sabe que se podrá sentar en el vagón. Tiembla el suelo. Se ve la máquina a lo lejos. Se acerca... Se abren las puertas. Se sienta. ¡Al fin! Abre su bolso y saca su tesoro. Hoy estrena libro de lectura. Una nueva historia entre sus manos. Una nueva vida que hacer propia. Un nuevo mundo por descubrir. Hoy está de estreno. Toca soñar. Se cierran las puertas. Comienza su viaje a otra realidad.


Una extraña. De esta manera se define a los cinco minutos de viaje. Es el mismo recorrido de todos los días. Ciertamente, bien podría ser el mismo autobús. Pero no es la hora de siempre. Ella pertenece al grupo de las 9.30. Hoy tuvo que coger el -del grupo- de las 8.00. No son las caras de siempre. Pero ellos no son los extraños. Es ella. Lo sabe. No están las dos mujeres que siempre comentan la cena de ayer y la prevista para hoy. No está aquel señor con gafas que chasquea sus dedos cada mañana. Tampoco encuentra a la joven que bosteza puntualmente cada cinco segundos. ¿Y el chico de ojos azules? No, tampoco... Ni la mujer de labios enfermizamente rojos o la chica de mirada triste. Ni el hombre que agarra el cinturón del autobús con fuerza o la estudiante que tiene una carpeta para cada día de la semana. No están. No son su grupo. No es su hora. La extraña en el bus de las 8.00 es ella. No recordarán su cara. El grupo sabe que no volverá más. O al menos no cada mañana como hacen el resto. Por eso la miran con recelo. Por eso le trasladan su indeferencia. No es uno de los suyos. Lo sabe. Lo saben. Es la ley del autobús.